sábado, 11 de diciembre de 2010

Krónicas de Kape

   El Hispano Igualadina  frenó en la parada. Rober bajó del autobús no sin antes abrocharse bien aquella vieja chaqueta. Un leve soplido al cerrarse la puerta y un corto acelerón del vehículo, hizo que se encontrara solo en aquel trozo de carretera. Era una hora temprana y la mañana se presentaba fría y gris. Cualquier pronóstico del tiempo hubiese apuntado una gran  tormenta o cuando menos un aguacero. Se dispuso a cruzar al otro lado del paso de cebras y se encaminó hacia una pequeña calle donde unas casitas hacían esquina. Las humeantes  chimeneas aportaban al ambiente del pueblo una sensación de aparente tranquilidad. Pocos metros más adelante cruzó  la plaza en la que presidía un pequeño pero elegante hotelito. Justo al acabar la plaza y adentrarse en la calle peatonal, un enorme soplo de viento gélido le sorprendió, alborotándole el poco pelo del que Rober ya disponía. Subiéndose el cuello y apretando las manos dentro de los bolsillos siguió andando cabizbajo. Entró en el Café donde cada mañana le gustaba pasar un buen rato repasando el diario. El local es oscuro y  tranquilo , invita a leer un rato mientras se disfruta de un buen café. Inmerso en sus pensamientos va pasando las hojas del periódico lentamente. Ni siquiera sabe lo que está viendo, es solo rutina. Tampoco pondría nada que le hiciese turbar su cometido. Hoy, ya nada importaba. Solo una voz llegada de detrás de la barra, le hizo volver al lugar. ¿Le sirvo su copa? Le preguntó la amable y simpática señora que regentaba el establecimiento. No, hoy no gracias. Ese día tenía que estar lúcido y sereno. Nada podía entorpecerle pues corría peligro de arrepentirse y eso no entraba en sus planes. Volviéndose a colocar su chaqueta, dio un último vistazo a su alrededor y tras dejar unas monedas en la mesa se dispuso a salir nuevamente a la calle. La calle,  por la que no pasan vehículos, tan solo la furgoneta del panadero y poco mas, le conduce tras unos largos pasos a una nueva plaza. Es la plaza mayor del pueblo y en ella esta situada la fachada principal de la Iglesia. Bien podría ser el lugar elegido para acometer su próximo paso, pero prefería hacerlo en otra capilla situada en un pueblecito cercano al cual se acercaría mas tarde. Antes debía de hacer otra cosa. Un callejón por donde  el párroco accedía a la sacristía, lo hizo desaparecer. Cruzó el umbral de una pequeña casa de vecinos y se dirigió hacia el segundo piso. La escalera sucia y apenas sin luz rezumaba un olor extraño, como a rancio. Ese olor le era familiar, no en vano había pasado muchas horas allí encerrado durante los últimos años. Una puerta rota y desencajada con vestigios de haber existido en ella un cartel con su nombre, era su guarida. La cerradura, reventada por algún hijo de vecino, en busca de algo que pudiese cambiar por algo que lo hiciera “volar”, la había sustituido por dos cáncamos y un candado. Si el olor de la escalera era penetrante, mas lo era aún el del interior del  apartamento. Todo tenía un tono entre gris y amarillento, fruto de los cartones de cigarrillos consumidos allí dentro. Alguna botella vacía por el suelo hacía recordar momentos duros. Se sentó en su sillón y posando los codos en los brazos de este, lo  hizo girar para así poder contemplar lo que hasta ese día había sido su lugar de trabajo. Quedó fija la mirada en la ventana que siempre permanecía con la persiana medio bajada, dejando entrar solo un efímero rayo de sol. Miró el reloj de su muñeca , tapó una estilográfica ya reseca por el desuso, cerró el portafolios de carcomida piel que estaba sobre la mesa y se puso de pié. La persiana engarrotada, parecía no querer bajar. Había permanecido en esta postura demasiado tiempo. Pero hoy debía bajar. Encajó como pudo la puerta y pensó que sería inútil volver a colocar el candado. El hijo de vecino seguro que volvería tarde o temprano y un candado no lo iba a frenar. De todas formas ya no importaba nada. Su próxima tarea consistía en coger el bus que lo llevaría hasta el pueblo colindante en el cual estaba situada la elegida capilla. No había tiempo que perder, pues le era conocido el servicio de transporte  y sabía que el horario no era de lo más convencional, sobre todo si estaba de turno un conductor conocido con el nombre de César. No le pillaba muy lejos de donde se encontraba pero no se podía fiar. Llegó con antelación y tuvo tiempo de recrearse mirando a un grupo de ancianos que permanecían sentados y tapados con gruesas chaquetas y bufandas. Debían de hablar de lo que hablan normalmente los ancianos cuando se encuentran en los parques. Un bus, bastante más pequeño que el que le trajo al pueblo, aparece por la esquina. Una leve señal con el brazo y el conductor hace parar al vehículo. No es César, está de suerte pues le esperan unas pocas de curvas y este otro conductor parece conducir de manera menos agresiva. Serpentea por dentro del  casco antiguo y se dirige hacia la parte alta del pueblo donde cogerá la carretera que lo llevará a su destino. Mientras se balancea gracias a las curvas y a los viejos amortiguadores del auto,  se queda otra vez inmerso en sus pensamientos. Las diapositivas que van formando el paisaje, pasan delante del cristal sin apenas percibir nada. Una cosa le llama la atención, según sube el bus por la empinada y revirada carretera, se ve el pueblo entero y en el centro una bonita cúpula de color azul. Lástima que los alrededores no le hagan compañía. El reloj sigue avanzando y tras pasados unos 40 minutos, Rober  llega a Vilanova. La parada acompañada solo por unas flores bien plantadas, casi no deja ver unas escaleras de piedra que lo conducirán hasta un enclave privilegiado por sus vistas donde está situada una pequeña capilla toda ella echa de piedra. No acostumbraba a entrar en aquellos lugares pero hoy todo era diferente. Apenas tardó unos minutos en salir. Parecía que andaba más ligero, ya no tenía tanto frío, incluso la chaqueta que se abrió al entrar en el templo, permanecía así. Se sentía más fuerte, más decidido. El recorrido que hacía el bus que lo llevaría de vuelta no era demasiado largo, con lo que tenía que apresurarse si no quería perderlo. Ya de vuelta en la cafetera, según era conocido el bus por los escolares que lo usaban para ir al colegio, pensó que sería buena idea comer algo sólido. Solo un triste café, habitaba en su escandaloso estómago. Había que estar a punto para el acontecimiento que se iba a dar lugar. Por última vez abandonó Rober el bus y bajó por una de las calles que van a cruzar con la peatonal donde horas antes tomaría aquel café. Otro establecimiento frecuentado era un Frankfurt que parecía permanecer escondido tras una cortina de flecos de plástico. Una gran fuente de piedra formaba un bonito rincón en la calle justo delante del bar. Al separar dichos flecos aparecía un local estrecho con mesas al fondo. Decorado totalmente con madera de pino, era atendido por un viejo amigo. Cuantas veces Walter tuvo que llevarlo al despacho y acostarlo en un plegatín que tenía a tal propósito. Una pizza cuatro quesos rápidamente hecha por el fenómeno que está detrás de la barra, hace por un momento dudar a Rober. No. Está totalmente decidido, no hay marcha atrás, será hoy. Muchas otras veces han parecido ser el día pero siempre lo interrumpía algún otro pensamiento de última hora. Hoy no pasaría eso. Lo llevaría a cabo con todas sus consecuencias. Gracias amigo Walter dijo antes de cruzar de nuevo la cortina de flecos. Había llegado la hora. Volviendo por la mentada calle peatonal salió en busca de una placita con árboles,  frecuentada por niños y niñas jugando. Al fondo sale un callejón que le conducirá a su última etapa. Un increíble balcón de piedra se muestra ante él. En un lateral un pequeño mirador. Es increíble lo que se divisa desde esta altura. Apoyándose sobre sus manos en lo que viene a ser la baranda del balcón mirador, le empiezan a aparecer fotogramas de su vida. Nada vale la pena. Está ofuscado con su vida. Su niñez fue dura y complicada. Su madre viuda, se casó con otro hombre que no le puso las cosas fáciles a Rober. Decidió en su día, borrar de su mente el hogar infantil. Su mujer, asqueada de la relación de un mal matrimonio, lo dejó y se marchó con uno de sus amigos. Peter, su hijo también decidió olvidarse de él, pues el nuevo compañero de su madre tenía un poder adquisitivo mayor y no hizo reparos en engordarlo con regalos y premios. Por si fuese poco, su adicción a las máquinas tragaperras le hizo contraer deudas con los amigos que poco a poco le fueron dando la espalda. Ese fue el motivo por el que aceptó en su día un soborno. Lo que le llevó a la total +ruina y a la expulsión del Colegio de Abogados, convirtiéndose así en un vulgar detective de tercera. Ya nada tenía sentido. Solo había una salida e iba a tomarla. Se subió a la baranda del balcón, acariciando su cara con el viento. Había algo que lo podía hacer sentir mal. Pensaba y rezaba porque no hubiese ningún niño detrás de él. Lo que allí iba a suceder no era adecuado para una criatura. No quiso girarse, tal vez hubiese alguien y este le hiciese cambiar de opinión. No podía echarlo a perder  todo  otra vez. Abriendo los brazos en cruz y cerrando los ojos, se dejó caer hacia delante, haciendo volar su cuerpo durante unos segundos que le parecieron larguísimos. Un golpe seco sonó encima de una gran roca. Su cuerpo rodó entre las piedras quedando tapado a la vista de cualquier persona que pudiera asomarse al balcón. Su final iba a ser funesto, nadie lo encontraría. Las aves carroñeras darían buena cuenta de su cuerpo. Nadie lo echaría en falta, nadie preguntaría más por él. O quizás sí, quizás alguien del pueblo se preguntara algún día, ¿Donde estará Rober, aquel viejo detective que andaba por aquí hace años?


No hay comentarios:

Publicar un comentario